Esta herida se gesta a temprana edad, cuando el niño advierte que la mentira es un recurso presente en la dinámica familiar. El engaño se puede manifestar como una infidelidad entre los padres, o cuando uno de los progenitores incita a al hijo mentirle al otro padre para evitar un conflicto de pareja. También se puede manifestar como una promesa liviana, pero no cumplida. Ej “La próxima Navidad te regalaré un perrito”, pero ese anhelado perrito nunca llega.
Caba aclarar que tanto esta herida como las otras 4 no responden necesariamente a una acción deliberada de parte de los padres, sino sobre todo a la interpretación que los niños hacen de lo que sucede en casa. Así por ejemplo la llegada de un nuevo hermanito – y todo el despliegue de atención y cariño puesto en él – también puede ser vivido como una traición.
En este escenario el niño pierde la inocencia, aprende que los adultos no son confiables y que la vida no es confiable. Aprende que tiene que buscar otras formas para garantizar su subsistencia y seguridad, entonces aparece un comportamiento egoico asociado con el control.
El exceso de control en el fondo es miedo a que las cosas no sean como se desea. El controlador se vuelve muy susceptible a las amenazas – reales o imaginarias – de cualquier cosa que pueda dañar su seguridad y estabilidad.
Si las experiencias de traición en la familia son recurrentes, ese niño se transformará en un adulto muy desconfiado, cuya necesidad de controlar se manifestará principalmente en las relaciones amorosas.
El controlador no la tiene fácil y menos su pareja, porque la confianza constituye un pilar básico de la naturaleza del vínculo, entonces el exceso de control – o celopatía en los casos más extremos – erosionará la relación hasta quebrarla. Aquí la paradoja es que el fracaso es justamente lo que más busca evitar.
Fuera de la órbita de la pareja, el controlador también ejerce esa actitud con los hijos, queriendo dirigir sus vidas, decidiendo por ellos y asfixiándolos habitualmente con exigencias más allá del límite, como por ejemplo no permitiéndoles salir de casa sin GPS, llamándoles cada 60 minutos, o verificando con los padres de los amigos si realmente están ahí.
El controlador lo disfraza de amor de padre (o madre) y preocupación, pero es sobreprotección y desconfianza basada en el miedo a que le mientan. La otra gran paradoja es que mientras más control intente ejercer, más distancia y emancipación buscarán sus cercanos.
En el contexto laboral le cuesta adaptarse a los trabajos en equipo, porque no puede delegar, ya que eso implica tener que confiar. Tampoco es proclive a compartir las buenas ideas por miedo a que se las roben y otros se atribuyan el mérito.
El controlador invierte mucha energía en mantener las cosas bajo control, y lo pasa muy mal cuando se ve forzado a soltar y permitir que las cosas tomen su cause natural. Si algo falla se siente culpable de no haber previsto y se auto castiga, pero nunca en público, porque así como quiere tener el control, también siente la necesidad de controlar su imagen proyectada.
El gran desafío de esta herida es aprender a confiar, a soltar, a delegar y a asumir que la vida sigue su curso con o sin su permiso, y que cualquier intento de controlar, en realidad es sólo ilusorio. Como todas las heridas, es abordable con un acompañamiento de coaching.
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Rai Silva Coach Ontológico
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